El pasado 17 de noviembre el Perú dio la bienvenida a su tercer presidente en menos de diez días. El congresista Francisco Sagasti juramentó como presidente en reemplazo de Manuel Merino, ex presidente del Congreso que fue nombrado presidente de la República el pasado 10 de noviembre luego de que el Congreso aprobara con 105 votos a favor y 19 en contra la vacancia presidencial por “incapacidad moral permanente” de Martín Vizcarra. Pero ¿cómo llegó el Perú a esta situación? y ¿qué implicancias tiene para el futuro de la democracia peruana esta cascada de presidentes? En las siguientes líneas intentaré darles respuesta a estas preguntas resumiendo los hechos que generaron esta crisis y acompañándolos de algunas reflexiones.
El último presidente democráticamente elegido en Perú fue Pedro Pablo Kuczynski, aka PPK, el 10 de abril del 2016. Kuczynski emprendió la carrera presidencial con Martín Vizcarra como primer vicepresidente y Mercedes Araoz como segunda vicepresidenta. Aunque las elecciones le fueron favorables, el Congreso elegido para acompañarlo presentó una amplia mayoría de miembros pertenecientes al partido Fuerza Popular, liderado por la competencia de PPK, Keiko Fujimori. Contando con un presidente de derecha como Kuczynski, probablemente lo más saludable para el país hubiera sido equilibrar los poderes del Estado con un Congreso centro/izquierda. Sin embargo, el mayor opositor del gobierno fue Fuerza Popular, otro partido de derecha, mejor dicho, de ultraderecha.
Fuerza Popular, que concentra a los restos que dejó el fujimorismo en la política peruana que se resisten a desaparecer, se convirtió en un recalcitrante opositor al gobierno de Kuczynski. La señora Keiko Fujimori, el poder detrás de los curules, amenazó y se impuso varias veces al gobierno. Bajo la dirección de la señora K, el congreso intentó vacar por “incapacidad moral” a PPK como una venganza política. La vacancia tuvo como excusa los vínculos de PPK con la empresa Odebrecht durante el tiempo en que era ministro de economía en el 2000. El escándalo final que le costó la cabeza al presidente Kuczynski fue la aparición de unos audios donde negociaba el indulto al expresidente, dictador y violador de los derechos humanos, Alberto Fujimori. Probablemente, PPK confiaba en que el indulto le ayudaría a establecer una alianza con el fujimorismo que le evitaría más conflictos. PPK se equivocó. El escándalo generado por los audios forzó a Kuczynski a dimitir del cargo para dejar a Martín Vizcarra como presidente.
Como resultado, un partido de derecha defenestró a un presidente de derecha. Hago énfasis en este resultado porque recientemente muchos conspiracionistas derechistas, incluyendo al abanderado latinoamericano de la derecha ultraconservadora Agustín Laje, han aprovechado la coyuntura política para insertar a Perú en sus paranoicas predicciones. Entre las cuales afirman que la izquierda encabeza un complot mundial que llevará a los gobiernos al nuevo orden mundial por medio de las torres 5G y cúbranse todos que vienen los zombies y no sé qué más.
Cuando Vizcarra asumió el cargo de presidente, en el sentido pragmático, la situación no cambió realmente. El Congreso dominado por el fujimorismo continuó su labor opositora. Las tensiones entre el ejecutivo y el legislativo se fueron acumulando hasta que a finales de setiembre del 2019 Vizcarra disolvió constitucionalmente el Congreso. Los congresistas, desconociendo la disolución y en medio del pánico, decidieron nombrar a Mercedes Aráoz como nueva presidenta. Mercedes, “la breve”, bautizada así por el periodista César Hildebrandt, juramentó como presidenta frente a un Congreso disuelto. La presión social generada por las protestas en su contra fue tremenda, por lo cual Mercedes se arrepintió de haber juramentado y renunció un día después.
Posteriormente, se convocaron nuevas elecciones congresales. El 20 de enero del 2020 se eligió un nuevo Congreso para servir por el periodo de un año, pues las nuevas elecciones presidenciales y parlamentarias están planificadas para abril del 2021. Nuevamente la relación entre el presidente y el Congreso se fue tensando. Los últimos meses de este año las propuestas de vacancia presidencial por “incapacidad moral” estuvieron a la orden del día. La más reciente, el 9 de noviembre, fue aprobada con una celeridad insólita en la burocracia peruana.
Además de la sospechosa rapidez, el aspecto más polémico de la vacancia presidencial fue la interpretación y aplicación del artículo de la constitución que indica la “permanente incapacidad moral o física” (artículo 113.3) como causal de vacancia. Los constitucionalistas todavía no han llegado a un consenso sobre las implicancias de esta figura jurídica tan popular dentro del Congreso. En cualquier caso, la discusión sobre las definiciones teóricas o filosóficas de la moral o la ética era lo que menos le interesaba a los congresistas. Estos temas nunca fueron materia de debate.
Lo que pasó en Perú el día 9 de noviembre cuando se aprobó la vacancia de Martín Vizcarra fue un Golpe de Estado. En el gran cambalache que se armó en el congreso no hubo derecha ni izquierda que valgan. Lo que hubo fue una confluencia de intereses personales y empresariales que dio como resultado la vacancia presidencial. Sin embargo, la vacancia no era realmente el objetivo del congreso, sino un medio para facilitar desde el poder ejecutivo la conquista de los objetivos particulares de cada partido que promovió la vacancia. Uno de los ejemplos más claros de esta situación es el caso del congresista José Luna Gálvez. Luna Gálvez es el fundador y dueño de la universidad privada Telesup que tiene varias cedes en Lima. Esta universidad era el principal negocio de Luna Gálvez hasta que la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (SUNEDU) le negó la licencia de funcionamiento después de identificar serias y numerosas deficiencias en su calidad educativa.
El martes 10 de noviembre, un día después de la aprobación de la vacancia presidencial, el hermano de Luna Gálvez envió una carta notarial al jefe de la SUNEDU exigiéndole que se restituya la licencia a Telesup como consecuencia de que “su posición de dominio y respaldo gubernamental haya llegado a su fin, conforme el devenir político en nuestro país”. Luna Gálvez no podía esperar para volver a abrir su universidad y continuar estafando estudiantes.
Después de juramentar como presidente, Manuel Merino dio un discurso de diez minutos lleno de generalidades frente a un escaso quorum y se retiró a formar su gabinete. Mientras tanto las calles ardían. Una masa de jóvenes inflamados por el deseo de confrontar al Congreso que había tomado por asalto la presidencia se movilizaba hacia la plaza San Martín.
Entre mis primeros recuerdos sobre la política peruana se encuentra la palabra “descentralización”. De niña, mientras me dormía oyendo los titulares del noticiero Panorama, escuchaba “descentralización” como un eco en casi todas las declaraciones de los padres de la patria. Frases como “Descentralización de la educación… descentralización de la salud y de oportunidades” eran las delicias de todo discurso político. Ahora que soy una joven adulta me doy cuenta de que lo único descentralizado que existe en el Perú es la indignación. Así lo demostraron las marchas de estos últimos días. No solo en las capitales de región, sino también en las ciudades, pueblos y distritos alejados de la capital limeña se congregaron los pobladores, jóvenes y comuneros para elevar su protesta.
Al día siguiente de la juramentación de Merino, Ántero Flores-Aráoz, su primer ministro y ex abogado defensor de Telesup, declara en una entrevista a la periodista Mavila Huertas que el siguiente paso del Congreso es la elección de los nuevos miembros del Tribunal Constitucional (TC), la máxima corte del país. Huertas le indica a Flores-Aráoz que la población desconfía de un congreso que nombra al presidente, designa miembros del TC y que, además, continúa legislando. La concentración de poderes en una sola entidad gubernamental es preocupante en cualquier país democrático. La situación se pinta peor cuando se trata de un país sudamericano con una institucionalidad tan frágil como el Perú. Entonces la periodista le pregunta a Flores-Aráoz si en este contexto de crispación social es prudente continuar con la elección de los miembros del TC. Flores-Aráoz responde simplemente que ese es el derecho constitucional del Congreso. Huertas insiste y le dice que la población no está de acuerdo. Ante esto Flores-Aráoz sentencia: “¡qué tiene que ver la población con que se cumpla un mandato constitucional!”.
Flores-Aráoz representa a una clase política veterana que lleva décadas desempeñando altos cargos públicos. Sus declaraciones nos ofrecen un claro retrato de la indiferencia que esta cúpula ha sentido siempre por la voluntad popular. Las protestas y las movilizaciones lejos de cesar se incrementaron. La juventud del bicentenario se organizaba mediante redes sociales, formaba comunidades en las calles, se informaba de las medidas tomadas por el gobierno. En este contexto Merino y Flores-Aráoz, sin inmutarse, tomaron juramento al nuevo gabinete de ministros. El gabinete claramente conservador no cumplía con la “pluralidad y ancha base” que había prometido Merino en su discurso de juramentación. Esta fue la última burla que soportaría la población de parte de Merino. Las protestas se intensificaron y la represión policial se volvió brutal.
Podemos especular que luego de que el gabinete de ministros juramentó, los que estaban en los cargos, ya más confiados en sus posiciones de poder, ordenaron disolver las protestas a como diera lugar. La policía no solo lanzó las acostumbradas bombas lacrimógenas, sino también perdigones dirigidos a la cara, al pecho y la espalda de los manifestantes. Los jóvenes no se intimidaron. Se prepararon escuadrones de desactivadores de bombas lacrimógenas, se armaron con banderas peruanas y letreros de denuncia. Diversas cámaras de medios de comunicación nacionales e internacionales grabaron y fotografiaron las escenas. El tinte épico que tiene todo enfrentamiento desigual quedó fijo en las imágenes. Algunos medios buscaron desacreditar las protestas engañando a la población con supuestas “armas” encontradas en posesión de los manifestantes. Sin embargo, rápidamente fueron desmentidos.
Entre la noche del 14 de noviembre y la madrugada del 15 de noviembre se perdieron las vidas de dos jóvenes manifestantes. Jack Bryan Pintado Sánchez y Jordan Inti Sotelo Camargo fallecieron víctimas de perdigones que impactaron contra su pecho y cabeza. La muerte de estos jóvenes fue el punto de quiebre que desbarató los planes de Merino y de la clase política detrás de él. En cuanto se difundió la noticia de la muerte de los jóvenes, se desencadenaron las dimisiones de los ministros.
Esa noche, en la que tiene que ser una de las entrevistas más inverosímiles y lamentables en la historia política del Perú, Antero Flores Araoz lamentaba la mala suerte del país diciendo que “las siete plagas de Egipto nos han caído”. Al ser cuestionado sobre la dimisión de los ministros de su gabinete y la posible renuncia de Merino, respondió “no tengo la más remota idea”. El señor Flores Araoz necesitaba desesperadamente a alguien que le leyera el Twitter, donde los ministros habían publicado sus dimisiones.
Al día siguiente, Manuel Merino anunció su dimisión del cargo de presidente. Unas horas después, el congreso sesionó para nombrar un nuevo presidente. Esta vez, aprendiendo de la dura lección, se eligió a un congresista novato en la política y con un destacado currículo que proviene de un partido de centro: Francisco Sagasti.
Algunos periodistas han encontrado una curiosa coincidencia entre la fecha de juramentación del nuevo presidente Sagasti y la de Valentín Paniagua el año 2000. Paniagua, como recordaremos los peruanos, lideró un gobierno de transición que regresó al país a la democracia después de que Alberto Fujimori escapara de Perú y renunciara a la presidencia desde Japón. “Hace veinte años en un día como hoy Valentín Paniagua también asumió una crisis política tremenda y nos devolvió la esperanza”, dicen los periodistas con optimismo. Me cuesta compartir ese optimismo. La recurrencia de esta situación no me trae más que angustia y algo de indignación. Veinte años han pasado y volvemos al mismo punto. La circularidad del tiempo andino parece cumplirse inexorablemente en el destino del gobierno peruano.
En el siglo XIX el escritor peruano Manuel Ascencio Segura publicó por entregas en el diario El Comerció la novela folletín Gonzalo Pizarro donde el personaje principal, como indica su título, era el hermano del marqués Francisco Pizarro. Según la narración de Asencio Segura, esta novela, ambientada durante el periodo de las guerras civiles en el Perú colonial después de la muerte del marqués, ejemplificaba muy bien la imposibilidad de conciliar agendas personales en beneficio de la patria. Asencio Segura recupera estos hechos y los emplea como un reflejo de su tiempo, en donde las guerras civiles post-independentistas repetían las mismas luchas por el poder en detrimento de la estabilidad de la recién nacida nación peruana.
Los conflictos de Gonzalo Pizarro y sus compañeros conquistadores en el s. XVI, las de los criollos ilustrados del siglo XIX y las de los políticos peruanos del XX y XXI muestran la misma actitud rapaz que intenta, a como de lugar, imponer los intereses personales por encima del bien común y las necesidades de la población. Esta recurrencia me grita a la cara que no hemos aprendido nada en los últimos cinco siglos.
El próximo 28 de julio del 2021 el Perú celebrará su bicentenario de la independencia. Estos últimos días, los jóvenes que habían sido calificados como “generación de cristal” han comprobado que su voz tiene el poder de hacer temblar a los que desde sus asientos en el Congreso ya creían tener sus objetivos asegurados. Con Manuel Merino como presidente, el Perú ha estado al borde de caer en una dictadura. Lamentablemente, los que todavía no ven de lo que el Perú se ha salvado, que creen que las marchas solo causan inestabilidad y violencia, nunca se darán cuenta de que la lucha de estos jóvenes y la muerte de Jack e Inti han salvado al país del rumbo que le tenía trazado Merino y las fuerzas políticas detrás de él.
Esta es la gran diferencia entre la crisis actual y las de los siglos pasados: la crisis que durante estos días ha enfrentado el Perú se ha resuelto en la calle con acciones colectivas y sin acudir a la representatividad de un caudillo. Esta idea me llena de esperanza. Que el Perú comience a superar el caudillismo parece el signo de una modernización de la democracia. La institucionalidad, por ejemplo de la Constitución y de la presidencia, debe ser respetada, pero no porque sea un tótem sagrado o un repositorio de derechos abstractos. La institucionalidad se basa y debe ser avalada, principalmente, por la voluntad popular. Una voluntad que debe ser escuchada no solamente el día de las elecciones, sino durante todo el tiempo de gobierno.
Cuando se inició esta crisis con la aprobación de la vacancia presidencial, se volvieron virales las imágenes de un joven golpeando en el rostro al congresista que anunciaba la noticia a la prensa. El golpe de este joven fue una premonición de lo que vendría después en las calles. Sin embargo, me parece injusto afirmar que esta acción inició la violencia. El primer golpe contra el estado lo dieron los congresistas. Contra todo pronóstico, la respuesta de los jóvenes frenó los avances de los golpistas. Tengo la esperanza de que en adelante este Congreso y los que vengan pensarán detenidamente antes de volver a lanzar el primer golpe.
Comments